viernes, 23 de mayo de 2014

Cuento: El corazón delator de Edgar Allan Poe

El corazón delator

Edgar Allan Poe
¡Es cierto! Siempre he sido nervioso, muy nervioso, terriblemente nervioso. ¿Pero por qué afirman ustedes que estoy loco? La enfermedad había agudizado mis sentidos, en vez de destruirlos o embotarlos. Y mi oído era el más agudo de todos. Oía todo lo que puede oírse en la tierra y en el cielo. Muchas cosas oí en el infierno. ¿Cómo puedo estar loco, entonces? Escuchen... y observen con cuánta cordura, con cuánta tranquilidad les cuento mi historia.
Me es imposible decir cómo aquella idea me entró en la cabeza por primera vez; pero, una vez concebida, me acosó noche y día. Yo no perseguía ningún propósito. Ni tampoco estaba colérico. Quería mucho al viejo. Jamás me había hecho nada malo. Jamás me insultó. Su dinero no me interesaba. Me parece que fue su ojo. ¡Sí, eso fue! Tenía un ojo semejante al de un buitre... Un ojo celeste, y velado por una tela. Cada vez que lo clavaba en mí se me helaba la sangre. Y así, poco a poco, muy gradualmente, me fui decidiendo a matar al viejo y librarme de aquel ojo para siempre.
Presten atención ahora. Ustedes me toman por loco. Pero los locos no saben nada. En cambio... ¡Si hubieran podido verme! ¡Si hubieran podido ver con qué habilidad procedí! ¡Con qué cuidado... con qué previsión... con qué disimulo me puse a la obra! Jamás fui más amable con el viejo que la semana antes de matarlo. Todas las noches, hacia las doce, hacía yo girar el picaporte de su puerta y la abría... ¡oh, tan suavemente! Y entonces, cuando la abertura era lo bastante grande para pasar la cabeza, levantaba una linterna sorda, cerrada, completamente cerrada, de manera que no se viera ninguna luz, y tras ella pasaba la cabeza. ¡Oh, ustedes se hubieran reído al ver cuán astutamente pasaba la cabeza! La movía lentamente... muy, muy lentamente, a fin de no perturbar el sueño del viejo. Me llevaba una hora entera introducir completamente la cabeza por la abertura de la puerta, hasta verlo tendido en su cama. ¿Eh? ¿Es que un loco hubiera sido tan prudente como yo? Y entonces, cuando tenía la cabeza completamente dentro del cuarto, abría la linterna cautelosamente... ¡oh, tan cautelosamente! Sí, cautelosamente iba abriendo la linterna (pues crujían las bisagras), la iba abriendo lo suficiente para que un solo rayo de luz cayera sobre el ojo de buitre. Y esto lo hice durante siete largas noches... cada noche, a las doce... pero siempre encontré el ojo cerrado, y por eso me era imposible cumplir mi obra, porque no era el viejo quien me irritaba, sino el mal de ojo. Y por la mañana, apenas iniciado el día, entraba sin miedo en su habitación y le hablaba resueltamente, llamándolo por su nombre con voz cordial y preguntándole cómo había pasado la noche. Ya ven ustedes que tendría que haber sido un viejo muy astuto para sospechar que todas las noches, justamente a las doce, iba yo a mirarlo mientras dormía.
Al llegar la octava noche, procedí con mayor cautela que de costumbre al abrir la puerta. El minutero de un reloj se mueve con más rapidez de lo que se movía mi mano. Jamás, antes de aquella noche, había sentido el alcance de mis facultades, de mi sagacidad. Apenas lograba contener mi impresión de triunfo. ¡Pensar que estaba ahí, abriendo poco a poco la puerta, y que él ni siquiera soñaba con mis secretas intenciones o pensamientos! Me reí entre dientes ante esta idea, y quizá me oyó, porque lo sentí moverse repentinamente en la cama, como si se sobresaltara. Ustedes pensarán que me eché hacia atrás... pero no. Su cuarto estaba tan negro como la pez, ya que el viejo cerraba completamente las persianas por miedo a los ladrones; yo sabía que le era imposible distinguir la abertura de la puerta, y seguí empujando suavemente, suavemente.
Había ya pasado la cabeza y me disponía a abrir la linterna, cuando mi pulgar resbaló en el cierre metálico y el viejo se enderezó en el lecho, gritando:
-¿Quién está ahí?
Permanecí inmóvil, sin decir palabra. Durante una hora entera no moví un solo músculo, y en todo ese tiempo no oí que volviera a tenderse en la cama. Seguía sentado, escuchando... tal como yo lo había hecho, noche tras noche, mientras escuchaba en la pared los taladros cuyo sonido anuncia la muerte.
Oí de pronto un leve quejido, y supe que era el quejido que nace del terror. No expresaba dolor o pena... ¡oh, no! Era el ahogado sonido que brota del fondo del alma cuando el espanto la sobrecoge. Bien conocía yo ese sonido. Muchas noches, justamente a las doce, cuando el mundo entero dormía, surgió de mi pecho, ahondando con su espantoso eco los terrores que me enloquecían. Repito que lo conocía bien. Comprendí lo que estaba sintiendo el viejo y le tuve lástima, aunque me reía en el fondo de mi corazón. Comprendí que había estado despierto desde el primer leve ruido, cuando se movió en la cama. Había tratado de decirse que aquel ruido no era nada, pero sin conseguirlo. Pensaba: "No es más que el viento en la chimenea... o un grillo que chirrió una sola vez". Sí, había tratado de darse ánimo con esas suposiciones, pero todo era en vano. Todo era en vano, porque la Muerte se había aproximado a él, deslizándose furtiva, y envolvía a su víctima. Y la fúnebre influencia de aquella sombra imperceptible era la que lo movía a sentir -aunque no podía verla ni oírla-, a sentir la presencia de mi cabeza dentro de la habitación.
Después de haber esperado largo tiempo, con toda paciencia, sin oír que volviera a acostarse, resolví abrir una pequeña, una pequeñísima ranura en la linterna.
Así lo hice -no pueden imaginarse ustedes con qué cuidado, con qué inmenso cuidado-, hasta que un fino rayo de luz, semejante al hilo de la araña, brotó de la ranura y cayó de lleno sobre el ojo de buitre.
Estaba abierto, abierto de par en par... y yo empecé a enfurecerme mientras lo miraba. Lo vi con toda claridad, de un azul apagado y con aquella horrible tela que me helaba hasta el tuétano. Pero no podía ver nada de la cara o del cuerpo del viejo, pues, como movido por un instinto, había orientado el haz de luz exactamente hacia el punto maldito.
¿No les he dicho ya que lo que toman erradamente por locura es sólo una excesiva agudeza de los sentidos? En aquel momento llegó a mis oídos un resonar apagado y presuroso, como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Aquel sonido también me era familiar. Era el latir del corazón del viejo. Aumentó aún más mi furia, tal como el redoblar de un tambor estimula el coraje de un soldado.
Pero, incluso entonces, me contuve y seguí callado. Apenas si respiraba. Sostenía la linterna de modo que no se moviera, tratando de mantener con toda la firmeza posible el haz de luz sobre el ojo. Entretanto, el infernal latir del corazón iba en aumento. Se hacía cada vez más rápido, cada vez más fuerte, momento a momento. El espanto del viejo tenía que ser terrible. ¡Cada vez más fuerte, más fuerte! ¿Me siguen ustedes con atención? Les he dicho que soy nervioso. Sí, lo soy. Y ahora, a medianoche, en el terrible silencio de aquella antigua casa, un resonar tan extraño como aquél me llenó de un horror incontrolable. Sin embargo, me contuve todavía algunos minutos y permanecí inmóvil. ¡Pero el latido crecía cada vez más fuerte, más fuerte! Me pareció que aquel corazón iba a estallar. Y una nueva ansiedad se apoderó de mí... ¡Algún vecino podía escuchar aquel sonido! ¡La hora del viejo había sonado! Lanzando un alarido, abrí del todo la linterna y me precipité en la habitación. El viejo clamó una vez... nada más que una vez. Me bastó un segundo para arrojarlo al suelo y echarle encima el pesado colchón. Sonreí alegremente al ver lo fácil que me había resultado todo. Pero, durante varios minutos, el corazón siguió latiendo con un sonido ahogado. Claro que no me preocupaba, pues nadie podría escucharlo a través de las paredes. Cesó, por fin, de latir. El viejo había muerto. Levanté el colchón y examiné el cadáver. Sí, estaba muerto, completamente muerto. Apoyé la mano sobre el corazón y la mantuve así largo tiempo. No se sentía el menor latido. El viejo estaba bien muerto. Su ojo no volvería a molestarme.
Si ustedes continúan tomándome por loco dejarán de hacerlo cuando les describa las astutas precauciones que adopté para esconder el cadáver. La noche avanzaba, mientras yo cumplía mi trabajo con rapidez, pero en silencio. Ante todo descuarticé el cadáver. Le corté la cabeza, brazos y piernas.
Levanté luego tres planchas del piso de la habitación y escondí los restos en el hueco. Volví a colocar los tablones con tanta habilidad que ningún ojo humano -ni siquiera el suyo- hubiera podido advertir la menor diferencia. No había nada que lavar... ninguna mancha... ningún rastro de sangre. Yo era demasiado precavido para eso. Una cuba había recogido todo... ¡ja, ja!
Cuando hube terminado mi tarea eran las cuatro de la madrugada, pero seguía tan oscuro como a medianoche. En momentos en que se oían las campanadas de la hora, golpearon a la puerta de la calle. Acudí a abrir con toda tranquilidad, pues ¿qué podía temer ahora?
Hallé a tres caballeros, que se presentaron muy civilmente como oficiales de policía. Durante la noche, un vecino había escuchado un alarido, por lo cual se sospechaba la posibilidad de algún atentado. Al recibir este informe en el puesto de policía, habían comisionado a los tres agentes para que registraran el lugar.
Sonreí, pues... ¿qué tenía que temer? Di la bienvenida a los oficiales y les expliqué que yo había lanzado aquel grito durante una pesadilla. Les hice saber que el viejo se había ausentado a la campaña. Llevé a los visitantes a recorrer la casa y los invité a que revisaran, a que revisaran bien. Finalmente, acabé conduciéndolos a la habitación del muerto. Les mostré sus caudales intactos y cómo cada cosa se hallaba en su lugar. En el entusiasmo de mis confidencias traje sillas a la habitación y pedí a los tres caballeros que descansaran allí de su fatiga, mientras yo mismo, con la audacia de mi perfecto triunfo, colocaba mi silla en el exacto punto bajo el cual reposaba el cadáver de mi víctima.
Los oficiales se sentían satisfechos. Mis modales los habían convencido. Por mi parte, me hallaba perfectamente cómodo. Sentáronse y hablaron de cosas comunes, mientras yo les contestaba con animación. Mas, al cabo de un rato, empecé a notar que me ponía pálido y deseé que se marcharan. Me dolía la cabeza y creía percibir un zumbido en los oídos; pero los policías continuaban sentados y charlando. El zumbido se hizo más intenso; seguía resonando y era cada vez más intenso. Hablé en voz muy alta para librarme de esa sensación, pero continuaba lo mismo y se iba haciendo cada vez más clara... hasta que, al fin, me di cuenta de que aquel sonido no se producía dentro de mis oídos.
Sin duda, debí de ponerme muy pálido, pero seguí hablando con creciente soltura y levantando mucho la voz. Empero, el sonido aumentaba... ¿y que podía hacer yo? Era un resonar apagado y presuroso..., un sonido como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Yo jadeaba, tratando de recobrar el aliento, y, sin embargo, los policías no habían oído nada. Hablé con mayor rapidez, con vehemencia, pero el sonido crecía continuamente. Me puse en pie y discutí sobre insignificancias en voz muy alta y con violentas gesticulaciones; pero el sonido crecía continuamente. ¿Por qué no se iban? Anduve de un lado a otro, a grandes pasos, como si las observaciones de aquellos hombres me enfurecieran; pero el sonido crecía continuamente. ¡Oh, Dios! ¿Qué podía hacer yo? Lancé espumarajos de rabia... maldije... juré... Balanceando la silla sobre la cual me había sentado, raspé con ella las tablas del piso, pero el sonido sobrepujaba todos los otros y crecía sin cesar. ¡Más alto... más alto... más alto! Y entretanto los hombres seguían charlando plácidamente y sonriendo. ¿Era posible que no oyeran? ¡Santo Dios! ¡No, no! ¡Claro que oían y que sospechaban! ¡Sabían... y se estaban burlando de mi horror! ¡Sí, así lo pensé y así lo pienso hoy! ¡Pero cualquier cosa era preferible a aquella agonía! ¡Cualquier cosa sería más tolerable que aquel escarnio! ¡No podía soportar más tiempo sus sonrisas hipócritas! ¡Sentí que tenía que gritar o morir, y entonces... otra vez... escuchen... más fuerte... más fuerte... más fuerte... más fuerte!
-¡Basta ya de fingir, malvados! -aullé-. ¡Confieso que lo maté! ¡Levanten esos tablones! ¡Ahí... ahí!¡Donde está latiendo su horrible corazón!

Traducción de Julio Cortázar

miércoles, 21 de mayo de 2014

Cuentos






 La vida de noche

Un hombre llamado Pepe estaba descansando como lo hacía por costumbre en una plaza cerca de su casa, era un hombre viejo, sencillo y aburrido.
Siempre descansaba en una banca al lado de una fría laguna, de repente había niebla acompañada de una humedad inquietante. Pepe del miedo se quedó dormido, en su sueño solo oía un susurro estremecedor. Cuando despertó tenía una ola de humo en frente, al instante se esfumó y Pepe impactado seguía muy asustado, al cabo de unos segundos todo se volvió un caos, la apariencia de Pepe era distinta, era un hombre joven y guapo, pero éste no se daba cuenta de ello. Lo que si se dio cuenta es que ya no era una tarde fresca sino una noche oscura. Pepe corría, corría y corría sin parar, sin dirección debido a la niebla, entonces frustrado volvió a la misma banca, intentó dormir de nuevo con la esperanza de que cuando despertase todo volviese a la normalidad... pero ¡no! Así Pepe confundido no reaccionaba, no sabía qué hacer. Poco a poco captaba  que éste era uno de sus sueños inconclusos, de ésta manera dejó a un lado ese miedo que llevaba y se dispuso a enfrentar el susurro molesto, aunque, ya no era un susurro, era un grito incontenible... Con mucha fuerza ¡rompió la banca por la mitad! y... una especie de 'Déjà vu' se esparció por  su alma, fue algo raro e inexplicable.
Más tarde se encontraba vestido de blanco... en una habitación totalmente blanca, había una puerta justo arriba de él, en donde tardó más o menos unos 15 minutos para llegar a ella por medio de una escalera, que ya estaba ahí.
Entonces abrió la puerta y anonadado apreciaba un hermoso panorama. Apenas unos segundos y empezó a correr, correr y correr... observó el cielo y exclamó altamente: "¡¡GRACIASSS!!". Se acostó entre la grama y varias flores hasta que otra vez se quedó dormido.
Aún no se sabe a quién se dirigió cuando observó el cielo... solo dijo: "¡¡GRACIASSS!!". Al parecer Pepe era un hombre diferente.

 Autor: Manuel Berrio







 Lugares Peligrosos
Pedro, María y Jhon eran unos amigos muy unidos, se la pasaban viajando alrededor de los sitios más recónditos y extraños de toda Europa. El 29 de Abril del 2013 viajaron a Pakistán, a uno de los lugares donde el termómetro siempre está bajo cero. Los tres amigos acamparon en un bosque hermoso, lleno de rosas de color blanco, aunque la luz del sol casi no penetraba los largos árboles de ese lugar.
Un día, a  Jhon ya no le gustaba estar ahí, entonces recogieron sus cosas y exploraron más el bosque; a lo lejos divisaron una cabaña muy acogedora, era un hogar muy poblado y era una familia muy cariñosa, muy cariñosa, lo que fue la primera pista para estos tres amigos.
A la final decidieron quedarse a dormir. La cuñada de la familia anunció la cena. Era una cena muy refinada, ensalada de tomate, cebolla y aguacate con cordero, el cual era un plato famoso en Pakistán. Tuvieron una suculenta cena y luego se fueron a dormir.
María a medianoche se despertó y fue a la cocina a buscar un vaso de agua que le saciara la sed, vio al padre de la familia sentado en la sala muy solo y de una manera extraña. De repente se levanto, fue hacia María, la agarró y la pego a la pared. Jhon y Pedro se despertaron por el estruendo y bajaron a ver qué sucedía. Vieron lo que pasaba, atacaron y le dijeron a María que corriera por su vida.
María recorrió quinientos metros en busca de ayuda pero no encontró. Siguió corriendo y se encontró con la carretera. Un taxi se acerco y freno de golpe al ver a María en ese desolado lugar. Cuando María le explicaba la situación, el padre y toda la familia los encontraron, pero ya era muy tarde porque el taxista ya había arrancado con María sentada a su lado. Llegaron a un pueblito pequeño llamado Satélite, a pasar la noche en un hotel para tener un sueño prometedor y al siguiente día regresar lo más pronto a su hogar y nunca volver a pisar Pakistán. 
 Autor: Yonny Carrero





El árbol Caído

Bitácora del 13 de diciembre del año 2006, martes, 1:13 am Varsovia, Polonia. Tres amigos yacían en Varsovia con motivo de viaje, ellos provenían de Norwich, Inglaterra; sus nombres eran: Lucy, una mujer de 27 años de edad cuyo pasatiempo era la fotografía, Mark, 32 años, era un empresario multimillonario retirado, y por último Nethan el más joven de los tres con 25 años, un recién graduado de la universidad de Cambridge en la facultad de Medicina. Estaban en vísperas de navidad todo era canto y alegría en la fría pero muy acogedora Varsovia; estos tres amigos se encontraban en un bar polaco bebiendo un poco de cerveza y divirtiéndose un rato, en ese mismo instante, un hombre con apariencia extraña y perspicaz los observa desde el costado, los tres amigos no se percatan de aquello, después de beberse unos cuantos tragos salen del bar con estado de ebriedad con dirección al hotel que quedaba a unos 10 minutos del centro de la ciudad donde se encontraba el bar; Lucy menos ebria que Mark y Nethan que ya había vomitado un par de veces, visualiza un cartel que dice se busca con una señal de advertencia, en aquella foto aparecía un hombre con un rostro borroso y en la leyenda de aquel cartel decía que un hombre caucásico de alta edad había matado a más de 100 personas extranjeras, turistas que venían de paso; ocasionando un caos silencioso en la ciudad, Lucy tomó la fotografía y trago en seco un poco asustada, pero no le dio mayor importancia y se montaron en el carro dando vuelta hacia el hotel, no percatándose de que alguien los seguía bajo aquella pesada y húmeda niebla.

Cuando se adentran en la carretera descubren que se cayó un árbol y no pueden pasar sino es atravesando un sendero que llevaba hacia el bosque, como los tres estaban ebrios no lo pensaron mucho y tomaron el sendero. El mismo hombre misterioso del bar los seguía por el frío bosque.
Adentrados en el bosque, Lucy, Mark y Nethan vieron una cabaña con chimenea que desprendía humo, se veía acogedora y decidieron tocar, y un anciano de apariencia muy amigable los dejó pasar; ellos le contaron que se había caído un árbol en la vía y no podían pasar, el anciano los invitó a pasar la noche.

Nethan se percató de que el anciano tenía muchas cicatrices en la cara, pero no le prestó mucha atención a aquello ya que estaba cansado, era tarde, estaba ebrio y necesitaba descansar. El anciano les dio un poco de té para que se sintieran como en casa y luego les dio una alcoba para dormir.

El hombre misterioso que se creía que los seguía también quedó varado, el decidió fumarse un cigarro para aclarar su mente, y luego encaminarse hacia el bosque. Mientras que los tres amigos intentan descansar en la alcoba, Mark se percata de que hay una mancha roja en el piso, se asusta un poco pero el alcohol lo deja dormido casi de inmediato.

El anciano baja al sótano de la cabaña para dejar algo de leña, ya que toda su vida se ha dedicado a la tala y carpintería, ha pasado toda su vida en esa cabaña, se dice que se casó, pero que cortando un árbol, mató a su esposa cayéndole encima, desde ese entonces a sido un hombre solitario.

El hombre misterioso revisa la hora para ese entonces eran las 3:43 am, encaminado hacia el bosque observa la cabaña y el empieza a observar, en ese momento no se escuchaba ni un susurro de repente ve al anciano sacando una misteriosa bolsa y la quema. El hombre consternado intenta averiguar, el anciano entra a la cabaña y el hombre escurridizo observa lo que hay en la bolsa, descubre que hay un cadáver, el hombre se asusta, y se va inmediatamente. El anciano entra en la habitación de los amigos, toma a Lucy y la amarra, el anciano le cuenta a Lucy que ha estado solo por mucho tiempo y que necesitaba un poco de amor, el anciano se viola a Lucy, ella desesperada empieza a gritar, el hombre que se había alejado regresa, Mark y Nethan se despiertan y salen, el anciano agarró la cierra y les cortó las cabezas, Lucy en su cara expresaba pánico al ver esto; el anciano le revela a Lucy que él había matado a más de cien personas en esa cabaña, el cortaba un árbol y lo atravesaba en la vía para que nadie pasara, él trazaba un sendero para que todo el que quedara atrapado llegara hasta su cabaña. Cuando el anciano está por violarse a Lucy nuevamente llega el hombre y le dispara al anciano en el hombro, el anciano agarra la sierra e intenta mutilarlo, el hombre corre y le dispara en la  cabeza, este quedó muy malherido; el hombre misterioso resultó ser un alguacil de la zona. El hombre desata a Lucy que no podía ni hablar, estaba pálida, ella y el alguacil bajan al sótano y descubren cosas horribles, el anciano en realidad mató a su esposa cortándole las extremidades atándola a un árbol, y ahí mismo tenía una pila de cadáveres torturados, estando en el sótano el alguacil y Lucy ven que la puerta se cierra y no se vuelve a abrir. 

Autor: Rómulo González